miércoles, 9 de noviembre de 2011

Momentos "que para qué"

Por eso el mundo me duele, porque lo percibo con una violenta y cristalina claridad. La realidad está empapada de sí misma. Este lúgrube bar vacío es un mar de olores distintos, la mayoría desagradables y vomitivos; unos estímulos que entran en masa y sin control por mis cavidades nasales, ensuciando la pureza que mi cuerpo, en la desdicha, pretende conservar. Suspiro y cual un muelle oxidado, mi pecho se hunde. Expulsar el aire no me vacía sino justo lo contrario, me quedo solo con el peso de mi nada.
Podría estar contemplando esas paredes de color salmón y ceniza, enmarañadas de grasa y huellas, interminablemente. Todo está tan lleno de sí mismo que se convierte en una sobredosis de placer sensitivo pero a su vez, es agobiante y me paraliza. Como si el todo estuviera contenido en una sauna, en las profundidades del mar, en una sala de fumadores, un día de constante lluvia.
No tiene por qué ocurrir nada. Me estoy permitiendo el lujo de ser una ameba, completamente pasiva, sin principio de acción ni voluntad. De agotamiento y inanición, me muero perdido en la languidez de un acontecer que se escurre incansablemente. Me resigno hasta quedar absorbido por el hedor y las voces del aire, los recuerdos que hablan solos en tu cabeza, los pensamientos con voz de otro, el sueño que se perpetúa, el grito apagado, el absurdo ruido terrible de la histeria que me acecha, ahí fuera, y en cuando decidiré levantarme otra vez.
El tiempo. El tiempo se ha fundido en el aire y en objetos que evocan obstinados imágenes vagas como fantasmas de sus mundos muertos y fríos. La identidad. La identidad se perdió ya hace tiempo… en el origen, lugar sin lugar, sin representación. La falta me produce este estado de catatonia que vivo, de fiebre, pesadez devoradora que me deja así, sin aptencias ni esperanzas. Soy un ser siempre diferente, una consecución imparable de fenómenos cada uno radicalmente extraño al precedente y la ausencia de nombre me duele, la siento en mi pecho como un agujero negro que me devora insaciable. El grito pero hacia adentro.
¿Qué quieres que te dé estúpido patán? Coge lo que quieras de mí, si puedes. Me siento expuesto, plenamente cuerpo, frágil y permeable. No quiero sufrir más de nada. Imbécil. Cógeme la mano y apriétala, demuéstrame que no soy una imagen borrosa, un espectro olvidado condenado a vagar en la eternidad o lo que es lo mismo, anclado en el plano del siempre-presente hasta mi muerte. Tu, tu hedor, esta sonrisa desfigurada, esta soledad que tienes encerrada allí en esa habitación oscura sin puerta de tu alma, dime algo que me haga bacteria. Podrías ser una mujer con vientre de madre que guarda en su seno el secreto de mi desdicha y el lugar del reposo perdido, el paraíso, mi auténtica salvación. Si tu fueras fémina, besándote y tocándote los pechos, al menos podría creer por unos instantes que puedo palpar eso sin nombre y así olvidar esta desesperanza atroz que me desgarra.
Sin embargo, eres un asqueroso hombre que gesticula toscamente, seguramente para olvidarse de que tiene un cuerpo repugnante e inmundo. No te oigo. Lloro desde dentro. Pero tranquilo, hace tiempo que perdí la esperanza de encontrar a alguien capaz de leer en mi mirada lo que las palabras no pueden gritar.
Inspiro y me empapo de grasa condensada, carne congelada, café recién hecho, humo, colillas mal apagadas, cerveza vertida, trapos sucios, el eco de unos tacones, un bolso abriéndose, un ligero olor a perfume…

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